1.2.18

De huelga

La escalera en cuestión, hoy. Museo Nacional de Antropología. Imagen de Google Earth.

Para Jorge Matías @El__Yayo, que hizo que contara esta historia.

Algún turista levantó la ceja al ver bajar corriendo por la escalera izquierda de mármol del vestíbulo del Museo Nacional de Antropología a un joven desgarbado, pelo largo, barba rala, bolsa de libros, enormemente delgado, seguido instantes después por otros tres jóvenes con cara de pocos amigos. El primero esquivó estadounidenses, mexicanos y a un par de chinos, y salió a toda prisa por la puerta del museo. Sus perseguidores hicieron lo mismo. Corrió hasta un ruinoso Austin Cambridge 1959 color caca de mono que tenía en el estacionamiento del museo, lo consiguió poner en marcha y tomó las de Villadiego dando por terminados sus estudios de antropología y dejando atrás a sus tres compañeros de carrera que querían explicarle un punto dialéctico fino de la lucha de clases que al parecer no le había quedado lo bastante claro.

El joven era, por supuesto, yo. Por aquella primavera de 1975, en el segundo piso del ala izquierda del visitadísimo museo teníamos la Escuela Nacional de Antropología e Historia, institución modesta en tamaño ubicada en un sitio envidiable y que pretendía formar a los antropólogos y arqueólogos del mañana. El día concreto se puede determinar además ya que esa tarde, en la sala de exposiciones temporales del museo, se iba a inaugurar una esplendorosa exposición de arqueología, parte de la apertura de China al mundo, de la que recuerdo dos sarcófagos hechos con piezas de jade para un rey y su reina. En 1973, el entonces presidente Luis Echeverría Álvarez (para muchos el verdadero responsable político de la masacre contra el movimiento estudiantil-popular de octubre de 1968 en Tlatelolco) había ido a visitar al ya anciano Mao siguiendo dócilmente la estela de Nixon, y en ese 1975 el gobierno chino regalaba a México dos pandas y prestaba esa exposición que celebraba el inicio de las relaciones entre los dos países.

El día concreto se puede determinar, además, porque fue cuando la policía entró a saco contra una de las huelgas más sonadas de la época, la del complejo de empresas textileras Lido, provocada sobre todo por el deseo de los trabajadores de liberarse de los sindicatos oficialistas y tener su propia organización independiente y controlar su convenio colectivo. Esa huelga, por supuesto, había contado con el apoyo de la ENAH y, como parte de ella, de un servidor, con una ingenuidad política del tamaño del legendario museo.

Los pandas que Mao regaló a México, poniéndose finos de bambú en el zoo de Chapultepec.
De ahí a salir huyendo entre los turistas que venían a ver el calendario azteca que no es calendario, y el mono de obsidiana y los atlantes toltecas, mediaban varios meses de enfrentamientos con la H. Asamblea de Estudiantes de la escuela, enfrentamiento que emprendí con tanta ingenuidad como falta de consideración a mi seguridad física, lo admito.

En la ENAH mandaban los activistas de la IV Internacional, la corriente trotskista del marxismo leninismo. Los trotskos. Era tan absurdo que a principios del curso los alumnos recibían a los aspirantes a profesores y éstos daban una clase de prueba al cabo de la cual nosotros, los alumnos, democráticamente decidíamos si queríamos que el susodicho nos diera clases o no, como si supiéramos antropología, los imbéciles. Algo así como el mundo al revés. Recuerdo pocas asignaturas de antropología, pero sí una de materialismo histórico, otra de materialismo dialéctico y una de corrientes de pensamiento en el marxismo. La promesa era que si uno aguantaba tres o cuatro semestres de bombardeo político, pasaba a especialidad, donde ya empezaba a estudiar antropología social, etnología, antropología física o arqueología.

Ni qué decir que la vida de la escuela estaba marcada por la política. Por cualquier causa, y a veces sin ella, se nos informaba que "había asamblea" y las clases quedaban suspendidas mientras arreglábamos el mundo en el pequeño auditorio de la escuela. Se hacía lo que decidía la asamblea... y la asamblea decidía lo que querían los trotskos, punto. Tenían dominadas todas las técnicas de manipulación de asambleas, desde la moción de procedimiento (la "moción de orden") o la autocrítica de tal o cual disidente hasta el manido recurso al acta de hace cuatro asambleas o, sin más, la amenaza velada y el lloriqueo victimista. Cuando los vientos no les eran favorables pese a todo, la asamblea se prolongaba horas y horas con intervenciones soporíferas y farragosísimas, hasta que la gente razonable la abandonaba para irse a hacer cosas burguesas como cenar o dormir o comprar detergente para limpiar la casa. Cuando sólo quedaban ellos, votaban y, asombrosamente, ganaban.

Asamblea. Otra más. El horror. La democracia simulada.
No sé si fue la primera bronca, pero la más memorable que tengo antes de la ruptura de la huelga se dio cuando en una manifestación la policía detuvo a una compañera. Allí la asamblea fue fácil: se votó comprar un desplegado en un diario, se hizo la colecta de rigor para pagarlo y se aprobó con mínimas modificaciones una redacción que impugnaba al gobierno y exigía la libertad de la compañera en los términos más enérgicos y revolucionarios posibles. Pero al día siguiente el desplegado publicado era totalmente distinto. Me explicaron que a la compañera la habían liberado por la tarde y, como ya se tenía el dinero, pues ellos decidieron usarlo para otro desplegado que era un paso más hacia la revolución y la creación del hombre nuevo. Expresé mi enérgico desacuerdo con el poco democrático procedimiento y ellos expresaron su enérgico desacuerdo con mi presencia.

Fue por entonces que nos comprometimos (es un decir) con la huelga de la Lido. Como parte del apoyo, instalamos un "Café Solidario" donde los compañeros donaban café, galletas, cafetera, bollería y golosinas que vendíamos para ayudar en algo al fondo de resistencia de la huelga. Y allí estaba yo en mis ratos libres, a cargo del café, armado frecuentemente con mi guitarra, cantando canciones de enjundiosa revolucionariedad y sirviendo café y galletas. Fue por entonces cuando se nos pidió que fuéramos a hacer guardias nocturnas de la huelga, en la fábrica situada en el municipio de Naucalpan. Pedí la palabra para decir que no, miren, compañeros, la huelga es de los trabajadores, nosotros sólo estamos solidarizándonos; pero si la huelga fracasa, a los que echan es a ellos, y los que se quedan sin un plato qué ponerle enfrente a sus hijos son ellos, mientras que si la huelga fracasa, a nosotros nos importa más bien un pito y seguimos estudiando y haciendo asambleas y buscando huelgas qué apoyar, así que conmigo no cuenten; yo no estoy para luchar las batallas de los obreros ni para ocupar su lugar, que si vienen los esquiroles nuestra motivación para enfrentarlos no es como la de los huelguistas, así que ir de guardia me parece de una arrogancia espectacular; estoy para apoyarlos en lo que ellos me digan pero respetando que ésta es su lucha.

La respuesta la conocía yo en teoría, pero me la repasaron: nosotros (nosotros, joder, unos chavales universitarios con menos experiencia en la vida y en la lucha política de verdad que medallas olímpicas de salto de altura) éramos la vanguardia intelectual del proletariado. Nuestra educación nos daba, por obra y gracia del espíritu de Lenin, la claridad programática necesaria para dirigir a los obreros y campesinos, que de eso se trataba la antropología nimásnimenos, en la lucha hacia la dictadura del proletariado y la ruta firme al comunismo. Sin nuestra preclara visión, los obreros eran capaces de conformarse con cosas como un aumento de salarios, el reconocimiento de su sindicato, la mejora de sus condiciones laborales o alguna guardería para los hijos de las obreras, cuando la huelga era, en realidad, una forma de agudizar las contradicciones del sistema para acelerar su descomposición. En resumen, que los obreros sin control podían usar la huelga para estar mejor, cuando lo que había que hacer era llevarlos a estar peor para que reventara el baile, el capitalismo, el imperialismo, la sociedad burguesa y el estado opresor y entonces todos estaríamos mucho mejor... pero dicho en un lenguaje mucho más enjundioso y salpicado de lo que Marta Harnecker llamaba los conceptos elementales del materialismo histórico. Luego me explicaron que yo era, además de ignorante, medio reaccionario y enormemente bobo. Me preguntaron si iba a hacer guardia. Dije que no. Seguí sirviendo cafés y cantando al futuro perfecto que dudaba yo que nos trajeran estos reyes magos de la manipulación política.

El CCH Naucalpan. No me imaginaba yo que un par de años después estaría
allí, dando clases de música tradicional latinoamericana
y a cargo de actividades culturales, conciertos y cineclubes.

Llegamos así al día en que fuimos convocados a asamblea urgentísima porque la policía había entrado a la fábrica a repartir leña. La consigna era ir a recoger a los obreros heridos y traerlos a la escuela para que fueran atendidos. Habrá que añadir que en la escuela no teníamos ni mercurocromo, no había enfermería alguna. La idea de traer a personas con contusiones, posibles hemorragias y cosas aún peores sabiendo cómo se las gastaban los granaderos (antidisturbios) mexicanos era delirante. El jefe mayor de los trotskos se dirigió a mí. "Necesitamos coches", dijo, pensando en el mío, una cafetera de más de 15 años de antigüedad, con tablas en el suelo carcomido por el óxido y que no alcanzaba los 60 km/h ni en caída libre, por no decir que con más de dos pasajeros empezaba a sufrir horrorosos ataques de asma en su torpe avance, aplastada por el peso de la carga.

Mi boca, que en tantos líos me ha metido (más datos con la vieja canción de los queridos Oysterband), arrancó sin que yo pudiera controlarla. A ver, imbéciles, dije más o menos. Punto 1, no tenemos enfermería en esta microescuela. Punto 2, somos una escuela sin autonomía universitaria, lo que quiere decir que la policía puede subir por esa escalera con absoluta impunidad (sí, esa escalera) a pulirnos además de rematar a los obreros que tengamos aquí. Punto 3, a pocos minutos de la fábrica está el CCH Naucalpan de la UNAM, que sí es territorio autónomo (la policía necesita permiso del rector para entrar) y además sí tiene enfermería. Punto 4, mi coche como ambulancia es tan viable como usar dos latas con un hilito para comunicarse con los Viking cuando lleguen a Marte. Punto 5, hoy en la tarde viene Echeverría a inaugurar la exposición de los chinos y traer aquí a los obreros golpeados es una provocación precisamente para que venga la policía...




No recuerdo si tenía un punto 6, 7 y 8, seguramente sí, pero ya no tuve oportunidad de desarrollarlos. El que llevaba la asamblea (el de siempre) se puso de pie y gritó algo del tenor de "Estamos hartos de las actitudes reaccionarias del compañero Schwarz, ¡y además ahora nos viene a llamar provocadores..!"

Iba yo a responder que no los había llamado provocadores estrictamente, sino que había mencionado que el curso de acción propuesto podía ser interpretado por las autoridades gobiernícolas como una provocación, pero esa sutileza dialéctica tenía menos esperanzas de ser reconocida que las de un compositor de reggaetón de pasar a a historia junto a Tom Waits. Y no estaban por la labor de seguirme oyendo. El dirigente (mala gente) levantó una ceja hacia allá, al fondo, y allá, al fondo, vi que se levantaban de sus asientos los tres pedagogos oficiales del grupo, a los que yo ya conocía por un par de palizas que les había visto regalar amablemente a modo de exposición doctrinaria y teórico-lúdica. Levanté mi bolsa de libros, giré a la puerta del auditorio y me dije sabiamente: "Como me agarren, me dejan como plato de natillas", lo cual me animó a bajar corriendo y tropezando hasta llegar al principio de esta historia.

Me metieron algún anónimo amenazante por debajo de la puerta en las semanas siguientes, que sabían dónde vivía, pero no me buscaron las cosquillas en realidad. Yo, que estaba en antropología -lo admito- pasando el rato para entrar a la UNAM al año siguiente a estudiar psicología, me dediqué a ir al zoológico y hacer migas con el veterinario, que estaba estudiando un curso acelerado de pandología porque venían los pandas de Mao y le habían avisado que como a uno de los peludos regalos orientales le diera un simple catarro, su siguiente trabajo sería empujar gladiolos desde abajo. Y con gente como el gobierno, su partido, el PRI, y sobre todo Echeverría, no se jugaba.

Muchas cosas han cambiado, por supuesto, en la escuela (que desde 1979 está junto a la zona arqueológica de Cuicuilco al sur de la ciudad) y en mi visión política. Pero la idea de que los privilegiados de las universidades son los timoneles natos de los obreros y los campesinos y los trabajadores manuales nomás no me entró nunca. Será que soy un privilegiado con conciencia de serlo, de que tuve suerte al tener una buena educación, al desarrollar ciertos talentos que me permiten vivir pasablemente bien pese a tener orígenes de clase media jodida, que diría Chava Flores. Que no me voy a flagelar por mis privilegios, tampoco, no soy posmo, pero los reconozco.

Uno de los líderes trotskos con los que mejor relación tenía, lo recuerdo, era El Gato. Años después me lo encontré en la calle, junto a un lujoso auto, vestido de traje y corbata, esperando a su jefe. En vez de ser un antropólogo revolucionario capitaneando a los proletarios urbanitas y agrícolas en el camino al paraíso proletario, trabajaba como chófer y guardaespaldas de un político del PRI.

Y yo no.