25.2.18

El simplismo como amenaza social

Hace unos días discutía yo con un tuitero que afirmaba que el problema del hambre en el mundo se resolvía con "una correcta distribución de los alimentos que existen y que dan para todos".


Este tuitero anónimo no es sino uno más de los muchos personas que ven los problemas con un simplismo que deberíamos empezar a considerar como un desafío educativo de primer orden, como un problema de salud conductual, como una amenaza a la sociedad y a la posibilidad de resolver nuestros problemas. Para tratar de explicarle la complejidad, le puse un caso muy sencillo: en la República Centroafricana hay 2,5 millones de seres humanos hambrientos. Para mantenerlos en los límites de la nutrición es necesario aportarles mil calorías diarias a cada uno, 2.500 millones de calorías. Las mil calorías para cada uno son 100 gramos de maíz, por lo que el problema de la desnutrición en ese país se resuelve con 250 toneladas de maíz.

Diarias. Todos los días. De todas las semanas. Todo el año. Para siempre.

Sólo para un país.

Y el problema del hambre no son sólo los 2,5 millones de la República Centroafricana. Es que hay 795 millones de personas que no tienen alimentación suficiente para vivir de manera sana y digna. El coste y esfuerzo de distribuirle alimentos a todas esas personas gratuitamente simplemente es inasumible, si es que fuera físicamente posible, que es de dudarse. La solución propuesta, "la distribución", pues, comporta en sí una serie enorme de problemas, de cuestiones logísticas, técnicas, políticas, prácticas y económicas que es evidente que el tuitero y quienes repiten este mantra no se han detenido a considerar.

Pero la solución es incorrecta. "La distribución", aún consiguiéndose, no acabaría con el hambre. La realidad es tan enormemente compleja que deben encontrarse soluciones, primero, para que esas personas puedan producir más alimentos en sus propios países o entorno, con mejores técnicas de cultivo, mejores pesticidas, fertilizantes, variedades adecuadas al medio ambiente ya no de cada país, sino de cada región o subregión, de cada clima y microclima, riego, implementos de labranza... y cultivos que además sean adecuados a la cultura, costumbres y hábitos alimenticios de esos 795 millones de personas que son tremendamente distintos; no son una masa de personas que se igualan como "hambrientos" sino que están habituados a comer ciertas cosas y saben cultivar de cierto modo y las inercias sociales son a veces aterradoras. Y hay que añadir la necesidad de soluciones políticas, sociales, religiosas, étnicas y bélicas indispensables para que se pueda cultivar o criar el alimento con seguridad y tranquilidad.

Sudán era un país de abundancia y su zona sur, Equatoria, en particular, era considerada "el granero de Sudán". No era un país africano hambriento estándar de ésos que la imaginación occidental se confecciona con fotos de pornografía de la miseria, niños de vientres hinchados por la disentería, moscas y bracitos medidos con perversa precisión por quienes piden dinero a los culpabilizados europeos. Era un país bien alimentado. Hasta 2003. Hoy 400.000 personas en Equatoria sufren inanición y 1,5 millones de sudaneses en total corren el peligro de morir de hambre. El problema no es la distribución, es la política. Dos grupos se han levantado en armas acusando al gobierno de despreciar a la población no árabe de Darfur, precisamente al sur de Sudán, en Equatoria. El gobierno respondió con masacres de no árabes y el conflicto se ha prolongado durante ya 15 años con un escalofriante saldo de genocidio, crímenes de guerra, brutalidad y desprecio a la vida, donde el hambre ha sido, incluso, una de las armas de la guerra.


El problema del hambre es un ejemplo, especialmente descarnado, de la incapacidad de muchísimas personas de concebir la complejidad de los problemas que enfrenta la humanidad, y de comprender dos elementos fundamentales. Primero, que no todos los problemas son causados por la maldad y, segundo, que no hay soluciones sencillas.

Esto resulta igualmente estremecedor cada vez que sale en los medios, con bombo y platillo, que un grupo determinado de personas "con una enorme conciencia ecológica" han diseñado una forma maravillosa de, por ejemplo, hacer sillas con veinte botellas de agua vacías, como paradigma de la necesidad de reciclar y de ser visionarios y de comprometernos con el bienestar de nuestro entorno y, cuando la lírica se salta todas las vallas, de "salvar el planeta".

Pero en Estados Unidos se hacen 137 millones de botellas de agua al día. Que serían suficientes para hacer 6 millones 850 mil sillas ultraecológicas al día. O 2.500 millones de sillas al año. Muchas de esas soluciones simplemente son una forma de mirar para otro lado y creer que las cosas son simples. Acabar con el problema de las botellas de plástico pasa por varios temas espinosísimos: a la gente le gusta la comodidad (y todo movimiento ascético tiene un problema grave, como podemos ver), las botellas son baratas, la publicidad para venderlas es eficiente... hay que concienciar a la gente de lo bobo que es comprar agua embotellada, que es tirar el dinero (comparado con tomar un vaso de agua del grifo, es carísimo), o encontrar la forma de reciclarlas efectivamente (y convencer a la gente de que las recicle en lugar de tirarlas por ahí... las campañas al respecto en los últimos 50 años han sido lentas y de eficacia limitada), o encontrar una solución mejor y competitiva que sustituya a las botellas de agua por otra forma igualmente conveniente y cómoda y barata pero sin que sea una monserga ambiental.

Creer que hacer sillas de botellas "recicladas" aporta algo es infantil. Es simplista.

Se pueden hacer 50 mil millones
de flores cada año sólo con
las botellas de agua de
EE.UU. ¿Asunto resuelto?

La esperanza en que ocurra la magia permea mucho del pensamiento más noble y bienintencionado del mundo. Muchos luchan por una energía mágica que no contamine nada, que sea sostenible, verde, barata, limpia, que no tenga ningún efecto adverso sobre la gente, el entorno y la economía. No parecen tener las herramientas racionales para darse cuenta de que esa energía no existe fuera de los cuentos de hadas, que tenemos que hacer equilibrios, como en todo, en un juego de desventaja-beneficio.

Es lo mismo que se observa cuando la gente busca una forma de curación de sus males que no tenga efectos secundarios, que sea barata, que sea sencilla, que explique sin complejidades las causas de sus malestares y que los resuelva sin complicaciones. Eso ofrecen todas las pseudoterapias que "explican" una enfermedad tan endemoniadamente complicada como el cáncer en términos binarios (el cáncer lo provoca una "dieta ácida", "las emociones", "un hongo", "la vida moderna") y ofrecen curaciones sencillas y sin efectos secundarios (homeopatía, limón, kalanchoe, "biodescodificación", canciones, gotas misteriosas -Bio-Bac, MMS-) con certeza de curación al 100%.

Es la misma oferta de los populistas que con un "Make America Great Again" o un "Es necesario el cambio" hacen al votante pensar que todo lo que ha pasado hasta hoy en su país es producto de la maldad de algunos, de un complot creado por fuerzas subterráneas y maléficas (la casta, el deep state, los golpistas, el Ibex 35, los masones, los judíos, el FMI, el marxismo cultural, el feminismo, la ideología de género, los enemigos del pueblo) y que lo único que hay que hacer es votar al tipo de turno, habitualmente el del peinado raro, y por fin se inaugurará la república de la vida sin preocupaciones, helados para todos y un futuro con fresco aroma a cítricos que, además, curan el cáncer.

El simplismo parece una afección grave en el cuerpo social, y para remate, una afección enormemente complicada en cuyo agravamiento intervienen los medios, los políticos, los charlatanes de toda laya, los comerciantes desahogados, los publicistas, los tertulianos bienpagados y las ONG más sospechosas. Combatirlo debería ser prioridad de cualquiera que se dé cuenta de lo que está produciendo a nuestro alrededor.

24.2.18

Mutilación genital femenina



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Una práctica bárbara que sobrevive y que debería ser repudiada por toda persona decente, pero que lamentablemente es defendida no sólo por algunos fanáticos religiosos, sino por personas que tienen la ventaja de que ellas y sus hijas no corren el peligro de que les cercenen bestialmente una parte de sus cuerpos.

1.2.18

De huelga

La escalera en cuestión, hoy. Museo Nacional de Antropología. Imagen de Google Earth.

Para Jorge Matías @El__Yayo, que hizo que contara esta historia.

Algún turista levantó la ceja al ver bajar corriendo por la escalera izquierda de mármol del vestíbulo del Museo Nacional de Antropología a un joven desgarbado, pelo largo, barba rala, bolsa de libros, enormemente delgado, seguido instantes después por otros tres jóvenes con cara de pocos amigos. El primero esquivó estadounidenses, mexicanos y a un par de chinos, y salió a toda prisa por la puerta del museo. Sus perseguidores hicieron lo mismo. Corrió hasta un ruinoso Austin Cambridge 1959 color caca de mono que tenía en el estacionamiento del museo, lo consiguió poner en marcha y tomó las de Villadiego dando por terminados sus estudios de antropología y dejando atrás a sus tres compañeros de carrera que querían explicarle un punto dialéctico fino de la lucha de clases que al parecer no le había quedado lo bastante claro.

El joven era, por supuesto, yo. Por aquella primavera de 1975, en el segundo piso del ala izquierda del visitadísimo museo teníamos la Escuela Nacional de Antropología e Historia, institución modesta en tamaño ubicada en un sitio envidiable y que pretendía formar a los antropólogos y arqueólogos del mañana. El día concreto se puede determinar además ya que esa tarde, en la sala de exposiciones temporales del museo, se iba a inaugurar una esplendorosa exposición de arqueología, parte de la apertura de China al mundo, de la que recuerdo dos sarcófagos hechos con piezas de jade para un rey y su reina. En 1973, el entonces presidente Luis Echeverría Álvarez (para muchos el verdadero responsable político de la masacre contra el movimiento estudiantil-popular de octubre de 1968 en Tlatelolco) había ido a visitar al ya anciano Mao siguiendo dócilmente la estela de Nixon, y en ese 1975 el gobierno chino regalaba a México dos pandas y prestaba esa exposición que celebraba el inicio de las relaciones entre los dos países.

El día concreto se puede determinar, además, porque fue cuando la policía entró a saco contra una de las huelgas más sonadas de la época, la del complejo de empresas textileras Lido, provocada sobre todo por el deseo de los trabajadores de liberarse de los sindicatos oficialistas y tener su propia organización independiente y controlar su convenio colectivo. Esa huelga, por supuesto, había contado con el apoyo de la ENAH y, como parte de ella, de un servidor, con una ingenuidad política del tamaño del legendario museo.

Los pandas que Mao regaló a México, poniéndose finos de bambú en el zoo de Chapultepec.
De ahí a salir huyendo entre los turistas que venían a ver el calendario azteca que no es calendario, y el mono de obsidiana y los atlantes toltecas, mediaban varios meses de enfrentamientos con la H. Asamblea de Estudiantes de la escuela, enfrentamiento que emprendí con tanta ingenuidad como falta de consideración a mi seguridad física, lo admito.

En la ENAH mandaban los activistas de la IV Internacional, la corriente trotskista del marxismo leninismo. Los trotskos. Era tan absurdo que a principios del curso los alumnos recibían a los aspirantes a profesores y éstos daban una clase de prueba al cabo de la cual nosotros, los alumnos, democráticamente decidíamos si queríamos que el susodicho nos diera clases o no, como si supiéramos antropología, los imbéciles. Algo así como el mundo al revés. Recuerdo pocas asignaturas de antropología, pero sí una de materialismo histórico, otra de materialismo dialéctico y una de corrientes de pensamiento en el marxismo. La promesa era que si uno aguantaba tres o cuatro semestres de bombardeo político, pasaba a especialidad, donde ya empezaba a estudiar antropología social, etnología, antropología física o arqueología.

Ni qué decir que la vida de la escuela estaba marcada por la política. Por cualquier causa, y a veces sin ella, se nos informaba que "había asamblea" y las clases quedaban suspendidas mientras arreglábamos el mundo en el pequeño auditorio de la escuela. Se hacía lo que decidía la asamblea... y la asamblea decidía lo que querían los trotskos, punto. Tenían dominadas todas las técnicas de manipulación de asambleas, desde la moción de procedimiento (la "moción de orden") o la autocrítica de tal o cual disidente hasta el manido recurso al acta de hace cuatro asambleas o, sin más, la amenaza velada y el lloriqueo victimista. Cuando los vientos no les eran favorables pese a todo, la asamblea se prolongaba horas y horas con intervenciones soporíferas y farragosísimas, hasta que la gente razonable la abandonaba para irse a hacer cosas burguesas como cenar o dormir o comprar detergente para limpiar la casa. Cuando sólo quedaban ellos, votaban y, asombrosamente, ganaban.

Asamblea. Otra más. El horror. La democracia simulada.
No sé si fue la primera bronca, pero la más memorable que tengo antes de la ruptura de la huelga se dio cuando en una manifestación la policía detuvo a una compañera. Allí la asamblea fue fácil: se votó comprar un desplegado en un diario, se hizo la colecta de rigor para pagarlo y se aprobó con mínimas modificaciones una redacción que impugnaba al gobierno y exigía la libertad de la compañera en los términos más enérgicos y revolucionarios posibles. Pero al día siguiente el desplegado publicado era totalmente distinto. Me explicaron que a la compañera la habían liberado por la tarde y, como ya se tenía el dinero, pues ellos decidieron usarlo para otro desplegado que era un paso más hacia la revolución y la creación del hombre nuevo. Expresé mi enérgico desacuerdo con el poco democrático procedimiento y ellos expresaron su enérgico desacuerdo con mi presencia.

Fue por entonces que nos comprometimos (es un decir) con la huelga de la Lido. Como parte del apoyo, instalamos un "Café Solidario" donde los compañeros donaban café, galletas, cafetera, bollería y golosinas que vendíamos para ayudar en algo al fondo de resistencia de la huelga. Y allí estaba yo en mis ratos libres, a cargo del café, armado frecuentemente con mi guitarra, cantando canciones de enjundiosa revolucionariedad y sirviendo café y galletas. Fue por entonces cuando se nos pidió que fuéramos a hacer guardias nocturnas de la huelga, en la fábrica situada en el municipio de Naucalpan. Pedí la palabra para decir que no, miren, compañeros, la huelga es de los trabajadores, nosotros sólo estamos solidarizándonos; pero si la huelga fracasa, a los que echan es a ellos, y los que se quedan sin un plato qué ponerle enfrente a sus hijos son ellos, mientras que si la huelga fracasa, a nosotros nos importa más bien un pito y seguimos estudiando y haciendo asambleas y buscando huelgas qué apoyar, así que conmigo no cuenten; yo no estoy para luchar las batallas de los obreros ni para ocupar su lugar, que si vienen los esquiroles nuestra motivación para enfrentarlos no es como la de los huelguistas, así que ir de guardia me parece de una arrogancia espectacular; estoy para apoyarlos en lo que ellos me digan pero respetando que ésta es su lucha.

La respuesta la conocía yo en teoría, pero me la repasaron: nosotros (nosotros, joder, unos chavales universitarios con menos experiencia en la vida y en la lucha política de verdad que medallas olímpicas de salto de altura) éramos la vanguardia intelectual del proletariado. Nuestra educación nos daba, por obra y gracia del espíritu de Lenin, la claridad programática necesaria para dirigir a los obreros y campesinos, que de eso se trataba la antropología nimásnimenos, en la lucha hacia la dictadura del proletariado y la ruta firme al comunismo. Sin nuestra preclara visión, los obreros eran capaces de conformarse con cosas como un aumento de salarios, el reconocimiento de su sindicato, la mejora de sus condiciones laborales o alguna guardería para los hijos de las obreras, cuando la huelga era, en realidad, una forma de agudizar las contradicciones del sistema para acelerar su descomposición. En resumen, que los obreros sin control podían usar la huelga para estar mejor, cuando lo que había que hacer era llevarlos a estar peor para que reventara el baile, el capitalismo, el imperialismo, la sociedad burguesa y el estado opresor y entonces todos estaríamos mucho mejor... pero dicho en un lenguaje mucho más enjundioso y salpicado de lo que Marta Harnecker llamaba los conceptos elementales del materialismo histórico. Luego me explicaron que yo era, además de ignorante, medio reaccionario y enormemente bobo. Me preguntaron si iba a hacer guardia. Dije que no. Seguí sirviendo cafés y cantando al futuro perfecto que dudaba yo que nos trajeran estos reyes magos de la manipulación política.

El CCH Naucalpan. No me imaginaba yo que un par de años después estaría
allí, dando clases de música tradicional latinoamericana
y a cargo de actividades culturales, conciertos y cineclubes.

Llegamos así al día en que fuimos convocados a asamblea urgentísima porque la policía había entrado a la fábrica a repartir leña. La consigna era ir a recoger a los obreros heridos y traerlos a la escuela para que fueran atendidos. Habrá que añadir que en la escuela no teníamos ni mercurocromo, no había enfermería alguna. La idea de traer a personas con contusiones, posibles hemorragias y cosas aún peores sabiendo cómo se las gastaban los granaderos (antidisturbios) mexicanos era delirante. El jefe mayor de los trotskos se dirigió a mí. "Necesitamos coches", dijo, pensando en el mío, una cafetera de más de 15 años de antigüedad, con tablas en el suelo carcomido por el óxido y que no alcanzaba los 60 km/h ni en caída libre, por no decir que con más de dos pasajeros empezaba a sufrir horrorosos ataques de asma en su torpe avance, aplastada por el peso de la carga.

Mi boca, que en tantos líos me ha metido (más datos con la vieja canción de los queridos Oysterband), arrancó sin que yo pudiera controlarla. A ver, imbéciles, dije más o menos. Punto 1, no tenemos enfermería en esta microescuela. Punto 2, somos una escuela sin autonomía universitaria, lo que quiere decir que la policía puede subir por esa escalera con absoluta impunidad (sí, esa escalera) a pulirnos además de rematar a los obreros que tengamos aquí. Punto 3, a pocos minutos de la fábrica está el CCH Naucalpan de la UNAM, que sí es territorio autónomo (la policía necesita permiso del rector para entrar) y además sí tiene enfermería. Punto 4, mi coche como ambulancia es tan viable como usar dos latas con un hilito para comunicarse con los Viking cuando lleguen a Marte. Punto 5, hoy en la tarde viene Echeverría a inaugurar la exposición de los chinos y traer aquí a los obreros golpeados es una provocación precisamente para que venga la policía...




No recuerdo si tenía un punto 6, 7 y 8, seguramente sí, pero ya no tuve oportunidad de desarrollarlos. El que llevaba la asamblea (el de siempre) se puso de pie y gritó algo del tenor de "Estamos hartos de las actitudes reaccionarias del compañero Schwarz, ¡y además ahora nos viene a llamar provocadores..!"

Iba yo a responder que no los había llamado provocadores estrictamente, sino que había mencionado que el curso de acción propuesto podía ser interpretado por las autoridades gobiernícolas como una provocación, pero esa sutileza dialéctica tenía menos esperanzas de ser reconocida que las de un compositor de reggaetón de pasar a a historia junto a Tom Waits. Y no estaban por la labor de seguirme oyendo. El dirigente (mala gente) levantó una ceja hacia allá, al fondo, y allá, al fondo, vi que se levantaban de sus asientos los tres pedagogos oficiales del grupo, a los que yo ya conocía por un par de palizas que les había visto regalar amablemente a modo de exposición doctrinaria y teórico-lúdica. Levanté mi bolsa de libros, giré a la puerta del auditorio y me dije sabiamente: "Como me agarren, me dejan como plato de natillas", lo cual me animó a bajar corriendo y tropezando hasta llegar al principio de esta historia.

Me metieron algún anónimo amenazante por debajo de la puerta en las semanas siguientes, que sabían dónde vivía, pero no me buscaron las cosquillas en realidad. Yo, que estaba en antropología -lo admito- pasando el rato para entrar a la UNAM al año siguiente a estudiar psicología, me dediqué a ir al zoológico y hacer migas con el veterinario, que estaba estudiando un curso acelerado de pandología porque venían los pandas de Mao y le habían avisado que como a uno de los peludos regalos orientales le diera un simple catarro, su siguiente trabajo sería empujar gladiolos desde abajo. Y con gente como el gobierno, su partido, el PRI, y sobre todo Echeverría, no se jugaba.

Muchas cosas han cambiado, por supuesto, en la escuela (que desde 1979 está junto a la zona arqueológica de Cuicuilco al sur de la ciudad) y en mi visión política. Pero la idea de que los privilegiados de las universidades son los timoneles natos de los obreros y los campesinos y los trabajadores manuales nomás no me entró nunca. Será que soy un privilegiado con conciencia de serlo, de que tuve suerte al tener una buena educación, al desarrollar ciertos talentos que me permiten vivir pasablemente bien pese a tener orígenes de clase media jodida, que diría Chava Flores. Que no me voy a flagelar por mis privilegios, tampoco, no soy posmo, pero los reconozco.

Uno de los líderes trotskos con los que mejor relación tenía, lo recuerdo, era El Gato. Años después me lo encontré en la calle, junto a un lujoso auto, vestido de traje y corbata, esperando a su jefe. En vez de ser un antropólogo revolucionario capitaneando a los proletarios urbanitas y agrícolas en el camino al paraíso proletario, trabajaba como chófer y guardaespaldas de un político del PRI.

Y yo no.