8.8.17

No conocí al coronel Tagüeña

Ramón Mercader reconstruye el momento del asesinato de Trotsky. Lo observa, de
uniforme militar, Leandro Sánchez Salazar, responsable de la investigación del crimen.
Mi interés por el caso Trotsky es parte de mi interés por la Guerra Civil Española, que es parte de mi vida por varios motivos, principalmente porque mi niñez pero, sobre todo, mi adolescencia estuvieron profundamente marcados por el exilio español en México. Mi raíz española es otra: mi abuelo materno asturiano, Fernando Huerta Turanzas, había llegado a México hacia 1890 expulsado no por la guerra sino por el hambre y la falta de oportunidades, otra historia también épica a su modo, como la de todo emigrante. Mis profesores eran exiliados, hijos de exiliados o niños de Morelia. Mis compañeros eran, en gran número, hijos y nietos de exiliados. La escuela donde estudié la preparatoria había sido establecida y dirigida por exiliados, y lo era buena parte de su cuerpo docente. Mi desarrollo político también estuvo estrechamente unido al exilio y a mi relación con personas de la izquierda mexicana, profundamente implicadas en la guerra civil y algunas con participación en el primer atentado contra Trotsky, como ya conté.

Así fue que un día de junio de 1971 me encontré asistiendo al funeral del Coronel Manuel Tagüeña.

Por entonces no tenía idea de quién era el personaje al que se enterraba solemnemente en un cementerio de la Ciudad de México (el Español, me dice por Facebook Julia). Apenas sabía que había sido militar de la República Española y estábamos allí porque era el padre de mi jovencísima y entrañable profesora de física, Julia. La hija mayor del republicano, Carmen, sería después mi profesora de matemáticas y, en ocasiones, compañera de patinaje sobre hielo. Imagine la expresión de un adolescente cuando ve a su profesora patinando en una pista que se consideraba un espacio de ésos que ingenuamente declaramos "de jóvenes" (como hoy me puede mirar alguno en un concierto de rock pensando que "no correspondo"). Patinando me contó que había nacido en la Unión Soviética y dejó ir alguna anécdota más bien inocua. La hermana del coronel, Encarna, también participó en la educación y, sobre todo, en la protección a niños abandonados, maltratados y precarizados.

Años después, Carmen llegó a ser directora de la escuela donde había sido mi profesora y, luego de verme debatiendo contra charlatanes varios en la televisión mexicana, me invitó a dar una charla sobre pensamiento crítico a sus alumnos de física, desesperada por la proclividad de los chicos a creer en todo tipo de patrañas, desde ovnis y poderes extrasensoriales hasta conspiraciones y antiguos astronautas. La posibilidad de hablar no con creyentes enloquecidos o negociantes del embuste como aquéllos con los que teníamos míticas batallas en televisión, sino con sus víctimas, con jóvenes dispuestos a creer pero también a pensar si se les ofrecían argumentos, me pareció sumamente estimulante. El resultado me sedujo y ésa fue la primera de las cientos de charlas que he dado desde entonces sobre temas afines durante más de tres décadas por escuelas de México, Estados Unidos y España. Hasta hoy, prefiero hablar con un grupo de adolescentes inquietos que con un adusto público de adultos.

Cuando presentaba en Madrid La izquierda feng-shui, comenté algo de estas pasiones con Laura Gamundí, responsable de prensa de la editorial del libro, Ariel. Generosamente me hizo llegar El cielo prometido: Una mujer al servicio de Stalin, libro en el que Gregorio Luri nos cuenta la historia de la familia Mercader, a saber, Caridad Mercader (en realidad Caridad del Río Hernández de Mercader) y sus hijos Georges, Luis y, sobre todo, Ramón, el asesino de León Trotsky. Uno de los libros mejor documentados sobre la historia, sobre todo de Caridad, esa mujer inquietante, en muchos sentidos monstruosa, la aristócrata cínica que servía para destruir el capitalismo pero no para construir el comunismo, que terminaría sus días pensionada por el gobierno soviético... en París. (Inevitable volver, lo hago siempre, a la canción de Jaime López sobre "Los señoritos", que resume "Así se carguen a los de abajo, y hasta se caiga el propio país, siempre ha de haber escudos humanos... y un lugarcito a salvo en París".)


Las enseñanzas que nos llevan de mis profesoras de ciencias a su padre, a Stalin y de vuelta a Trotsky, a su asesino y a la madre que lo convirtió en el fiel stalinista capaz de todo no son, ni de lejos, batallitas del pasado, historia antigua, estampa inmóvil. Las dinámicas del estalinismo, de las ortodoxias inamovibles, de la entrega ciega y acrítica a diversas causas, de aristócratas beneficiarios del sistema erigiéndose en mesías de los más necesitados, el encono ideológico, el uso del odio y la propaganda como fulcros para apalancar el poder no son asunto de aquellos tiempos, sino que son ejes clave de la política de hoy, en numerosos países y a nivel internacional, con nombres nuevos que disimulan la antigüedad carcomida de sus tácticas, "postverdad", "discurso", "hegemonía" en lugar de "patraña", "propaganda" y "dominación". Estamos inmersos en una lucha de reconstrucciones verbales desfiguradoras de los hechos que en nada se diferencia de los momentos cumbre de la propaganda soviética, la propaganda anticomunista, la propaganda fascista, la propaganda nazi y las propagandas nacionalistas correspondientes... sin contar a las religiones como canalizadoras de toda ceguera de odio.

La lección es relevante hoy, no es ejercicio vano de retrovisor ni nostalgias por un tiempo peor (que lo era).

En el libro aparecen de pronto, ya en el exilio, el coronel Tagüeña y su esposa, Carmen Parga, como protagonistas de una historia común pero de la que poco se habla: el desencanto de los más comprometidos militantes con el comunismo soviético.

Exiliados españoles en el barco carguero francés Sinaia, llegando a México.
Perdida la Guerra Civil en España, los selectos exiliados que fueron a la URSS (otros irían a México, sobre todo, o se desperdigarían por el mundo con o sin apoyo de sus respectivos partidos) se encontraron con que el paraíso bolchevique de los trabajadores, donde los jóvenes bailaban y cantaban, donde los trabajadores eran los orgullosos propietarios de los medios de producción y donde se habían derogado las clases, esa sociedad perfecta sin pobres ni ricos, sin hambre ni miedo a la represión de las clases burguesas, no era más que un collar de abalorios propagandísticos cuidadosamente engarzados por profesionales de la mentira. La pobreza y la escasez convivían con la ausencia de libertades y derechos, la democracia (ésa a la que se le cantaban loas) era inexistente y el pensamiento libre y poderoso estaba fuertemente sujeto por grilletes, cadenas, camisas de fuerza y toda la panoplia de obstáculos que las ortodoxias y el autoritarismo imponen a las ideas "peligrosas".

Es un mecanismo, por cierto, que se ha repetido incesantemente para un público que, fuera de los países en cuestión, está dispuesto a creer que al fin se ha inaugurado el futuro venturoso del cielo por asalto, fuera en Camboya, en China, en Cuba o en Venezuela. Personalmente, mis viajes a Cuba serían en gran medida mi propio recorrido crítico sobre las ideas más rígidas de una izquierda que se pretende "la única posible" ante otras izquierdas menos férreas, más plurales, más apasionadas por hacer gente feliz que por cumplir los designios de algún filósofo elevado a la calidad de dios laico.

Manuel Tagüeña Lacorte, probablemente en el frente de Teruel en 1938
El coronel Tagüeña, nacido en Madrid en 1913, legendario defensor en la Batalla del Ebro, responsable de más miles de hombres (30.000) que años había vivido en 1938 , se encontró en la URSS con una realidad que desmentía todo lo que conformaba sus ideales comunistas. De hecho, hay testimonios según los cuales Carmen Parga es quien primero abre los ojos. Sobre ella cuenta Antonio Quirós en su libro Manuel Tagüeña: Una biografía en fotogramas que, para 1944: "Sus mitos revolucionarios se han caído hace tiempo, la pobreza vista en la URSS, la falta del dinamismo social, la represión estalinista, el culto a la personalidad, las personas, como su cuñada Natacha, aplastadas por la maquinaria de un poder omnímodo han ido dejando paso a la sorna como mecanismo de protección".

Josip Broz Tito en una singular foto con Stalin.
Pasada la Segunda Guerra Mundial, donde tuvo rango militar sin entrar en combate, Tagüeña lleva a su familia a Yugoslavia, como asesor militar de Tito. Su recorrido geográfico casi refleja su recorrido ideológico. Tito es el menos ortodoxo de los líderes de la esfera soviética, con buenas relaciones con occidente y malas con Stalin, al grado de que en 1949 la URSS ordena a todos los asesores soviéticos (Tagüeña entre ellos) que salieran de Yugoslavia. La familia opta por Checoslovaquia, donde el todavía joven coronel retoma su carrera científica truncada por la guerra. Checoslovaquia acaba de ser tomada por los comunistas en 1948 y ofrece un discurso democrático y conciliador... hasta que comienzan los asesinatos y expulsiones masivos.

En 1953, el miedo da un suspiro de alivio con la muerte de Stalin y, poco después, con la del carnicero checoslovaco Gottwald. Incluso se suspende el proyecto stalinista de asesinar a Tito a cargo de un gran amigo de Ramón Mercader, Iosif Grigulevich, operativo del primer atentado contra Trotsky y que había conseguido hacerse nombrar embajador de Costa Rica en Yugoslavia bajo el nombre de Teodoro Castro. Se relajan los controles y, en 1955, la familia Tagüeña Parga finalmente vuela a México con permiso del Partido Comunista. Años después, el coronel, reconvertido en asesor médico de una empresa farmacéutica, diría "me entregué a una causa que me parecía justa y la he abandonado por motivos de conciencia". La fe marxista de Tagüeña muere dejando, sin embargo, intactas sus convicciones socialistas

En México escribiría sus memorias, un libro con el título Testimonio de dos guerras, que acabó en 1969 pero que no se publicaría en España sino hasta 7 años después de su muerte, en 1978, habiendo muerto el dictador, según sus deseos. En el epílogo de esta autobiografía, el coronel Tagüeña resume: "Queda por probar la fusión del socialismo con la libertad, fórmula inédita y única bandera bajo la cual merecía la pena luchar, con la esperanza de que abriera un camino a nuevas ideologías y a la paz, el bienestar y la unidad de todos los pueblos de la Tierra".

Caridad Mercader, Ramón Mercader y la esposa mexicana de éste, Roquelia Mendoza
Y regreso, inevitablemente, a la historia de los Mercader, esas herramientas de la ortodoxia stalinista, esos asesinos jubilosos, esos convencidos cuya profunda y honestísima convicción los llevó a ser parte de la historia pero no como héroes, que era su sueño, su visión de sí mismos, bronce proletario que señalaría el camino de las conquistas soviéticas hasta la victoria final, sino ejemplo de ceguera, de incapacidad crítica y de inmoralidad en nombre del bien.

Socialismo sin libertad, sin derechos, sin democracia, sin pluralidad, sin transparencia, sin inteligencia, sin crítica, sin apertura, sin garantías... no suena realmente a socialismo, queda claro hoy.

Lo que hace indispensable volver a la anécdota de Eusebio Cimorra, exiliado en la URSS desde 1939, que, cuando se encontró con Ramón Mercader en Moscú, comentó en algún momento:

–¡Cómo nos engañaron! ¿Eh, Ramón?

Y el asesino de Trotsky respondió, con demoledora sinceridad:

-A unos más que otros, Cimorra. A unos más que otros.

Nadie sabe si se refería a sí mismo o a Cimorra. No que importe.